La trampa blanca
- Sandra Verástegui
- 25 sept
- 5 Min. de lectura

Hoy quiero abrir un melón —o mejor dicho, un cartón de leche. Los lácteos son de esos temas que dividen opiniones: están los que no pueden vivir sin su vaso de leche diario y los que ya no la miran ni de reojo. Yo, como siempre, prefiero mirar más allá de las costumbres heredadas y hacerme preguntas: ¿de verdad necesitamos beber leche a lo largo de toda la vida? Porque somos la única especie que lo sigue haciendo cuando ya somos adultos... y lo más curioso es que ni siquiera lo hacemos con nuestra propia leche, sino con la de otro animal. ¿Te imaginas a una vaca adulta bebiendo leche de una cabra?
Seguramente alguien esté pensando “pues mis abuelos han tomado leche toda la vida y no les ha pasado nada” y en efecto, pero la leche que se tomaba en aquella época, directamente del animal en el campo, no es la misma leche desnaturalizada que se toma hoy en día. Hoy la leche pasa por procesos que la dejan irreconocible: se calienta a altas temperaturas para alargar su vida útil, destruyendo parte de las enzimas y vitaminas más frágiles; se homogeneiza para que la grasa no se separe y se vea más "perfecta" y uniforme. Aunque también se le quita la grasa (cómo no) para más tarde "enriquecerla" con vitaminas sintéticas o calcio añadido, como si fuera un puzzle que se desmonta y se vuelve a armar. ¿Soy la única que no le ve sentido a esto? El resultado ya no es un alimento vivo, sino un producto totalmente desnaturalizado diseñado para durar meses en tu estantería y que nada tiene que ver con lo que produce el animal.
Los lácteos, especialmente la leche de vaca, pueden ser problemáticos para muchas personas. Ahora te explico el por qué. Empecemos por el principio. La leche de vaca está diseñada para alimentar a los terneros hasta los dieciocho meses, mientras que la leche materna es adecuada para los bebés humanos durante aproximadamente de seis meses a un año. Aquí hago un inciso porque sé que mi hermana y muchas mamis me van a debatir. Me refiero a leche materna de manera exclusiva, despúes de ese tiempo se puede continuar aquello tan maravilloso que nos ha dado la vida como es la lactancia materna, a la vez que se introducen alimentos complementarios. Después de esa etapa, nuestros cuerpos no requieren leche para funcionar correctamente. Y tiene sentido: cuando dejamos de ser crías, el organismo cambia sus prioridades. Ya no necesita crecer a ese ritmo vertiginoso, ni depender de un alimento único. El cuerpo empieza a pedir variedad, nutrientes que provengan de diferentes fuentes. La leche deja de ser esencial porque ya hemos desarrollado la capacidad de obtener todo eso de otros alimentos.
El problema es que, si seguimos forzando la ingesta de leche como adultos —y además hablamos de una leche que poco tiene que ver con la de antes—, lo que en la infancia era un alimento perfecto, puede convertirse en una carga. Y no solo hablo de digestiones pesadas: en personas con enfermedades autoinmunes o con un terreno inflamatorio, los lácteos pueden ser un detonante más.
A esto se suma otro factor importante: la lactosa, el azúcar natural de la leche. A medida que crecemos, muchos de nosotros comenzamos a producir menos lactasa, la enzima responsable de descomponer la lactosa. Esto significa que se nos hace más difícil digerir este azúcar, lo que puede resultar en síntomas como hinchazón, gases y malestar abdominal ¿te suenan? A medida que la producción de lactasa disminuye, el consumo de leche puede convertirse en un desafío para nuestro sistema digestivo. No es que haya un “boom” actualmente de gente intolerante a la lactosa, es que seguimos empeñados en tomarla como si fuéramos bebés.
Además, la leche de vaca contiene una proteína llamada betacaseína A1, y tú dirás ¿vale, y qué? Pues bueno, esa proteína libera durante la digestión un péptido llamado beta-casomorfina-7 (BCM-7). Su propio nombre ya da pistas: "caso" por caseína y ¿te imaginas por qué es "morfina"? Siéntate, que te vas a caer de culo. Resulta que este péptido puede unirse a los mismos receptores opioides que la morfina en nuestro cuerpo. Sí, lo has leído bien: tiene un efecto parecido al de un opiáceo. Eso significa que puede generar cierto efecto adictivo o de dependencia —a una escala mucho menor, por supuesto, pero real al fin y al cabo—. ¿Cuando de pequeños no podíais dormir vuestras abuelas no os ofrecían un vasito de leche? La mía sí y era mano de santo. Ahora entiendo el por qué. Además, diversos estudios relacionan la proteína A1 con efectos inflamatorios y con molestias digestivas, sobre todo en personas con predisposición autoinmune o con un sistema inmune ya sensible. Se habla incluso de que puede aumentar la permeabilidad intestinal, lo que conocemos como "intestino permeable", favoreciendo que sustancias no deseadas pasen al torrente sanguíneo y generen más inflamación.
Originalmente, toda la leche de vaca contenía betacaseína A2, que es la que no provoca estos efectos, pero en algún momento de la historia se produjo una mutación genética en ciertas razas de vacas y la proteína A1 terminó dominando gran parte de la industria láctea. A los seres humanos a veces nos encanta jugar a ser Dios y nos sale fatal la jugada. Por lo tanto, si bien los lácteos pueden parecer una fuente interesante de nutrientes, para muchas personas su consumo puede ser más perjudicial que beneficioso.
¿Quiero decir con esto que debemos eliminarlos y desterrarlos por siempre de nuestra vida? Rotundamente, no. El matiz está en qué lácteos y en cómo consumirlos. Lo ideal, si hablamos de leche, sería que fuera como la que consumían nuestros antepasados: fresca, entera, sin manipular, con su nata y sus bacterias vivas. Algo difícil en los tiempos que vivimos. Y aquí es donde los fermentados se convierten en aliados. Para quien me conozca un mínimo... estaba tardando en sacar a relucir la maravilla de los fermentos. El kéfir, por ejemplo, es una forma casi de "despasteurizar" esa leche moderna. ¿Por qué? Porque al fermentarla, los microorganismos vivos presentes en los nódulos de kéfir transforman la lactosa, predigieren parte de sus proteínas y devuelven a la leche algo de lo que perdió en los procesos industriales: vida. Lo mismo ocurre con el yogur de verdad o con los quesos curados. Y sí, digo yogur de verdad porque echarle un poco de bacterias y espesantes a la leche no lo convierte en yogur, por mucho que se empeñen en vendérnoslo como tal.
No es que ahora los fermentos estén de moda y tengamos que comer todo fermentado. Es que, históricamente, la leche se transformaba de manera natural con el paso de las horas y la acción de las bacterias después de ser ordeñada. Eso era lo habitual: aprovechar el tiempo, la temperatura y los microorganismos para que la leche se conviertiera en algo más estable, más digestivo y más nutritivo. Pero los fermentos lácteos y su microbiología merecen una entrada aparte, porque lo que ocurre ahí es pura alquimia. Me resulta mágico cómo un mundo de "bichitos" invisibles e imperceptibles para el ser humano, son capaces de hacer semejantes maravillas en nuestro organismo.
Para terminar, no se trata de imponer ni odiar de golpe todo lo que lleve leche. Tampoco de vivir con miedo a un alimento. Se trata de tener la información, de entender cómo funciona nuestro cuerpo de manera individual y, a partir de ahí, decidir con conciencia. Sobre todo si sufres de alguna patología en particular. Al final, cada cuerpo es distinto, y lo que a uno le sienta como medicina a otro le puede sentar como veneno.
Mantente curioso, investiga, indaga, no te conformes. Siempre hay algo nuevo por descubrir.
—La Favorita





