¿Salud... o negocio?
- Sandra Verástegui
- 11 sept
- 5 Min. de lectura

Venimos de una entrada donde hablábamos de calorías, de mitos, de cuerpos que no son calculadoras. Hoy quiero seguir tirando del hilo. Porque si durante décadas nos han hecho contar calorías… también nos enseñaron a temer a las grasas. Y esa historia, por si no la conocías, empieza con un estudio que lo cambió todo. Pero no por lo que decía, sino por lo que ocultaba.
Todo comenzó con Ancel Keys, un fisiólogo estadounidense que en los años 50, se propuso investigar por qué estaban aumentando los problemas cardíacos. Llevó a cabo el Estudio de los Siete Países: un análisis conocido como “análisis de regresión multivariante”, donde trataba de relacionar el consumo de ciertos alimentos con enfermedades del corazón. Hasta aquí todo fenomenal. El problema no fue hacer preguntas. El problema fue cómo se respondieron. Te explico el por qué.
Keys aunque disponía de datos de 22 países, solo usó los de 7. ¿Por qué? Pues porque esos eran los que respaldaban su hipótesis: que a mayor consumo de grasas, mayor era la tasa de enfermedades cardiovasculares. ¿Y los que no encajaban? A la papelera. Países como Noruega u Holanda, con alto consumo de grasas y baja mortalidad, fueron ignorados.
El segundo gran problema es que el estudio se centró casi exclusivamente en la grasa, como si fuera la única pieza del puzzle. Y mientras tanto, otros factores importantes tales como el consumo de azúcar, tabaco, el estrés o el sedentarismo, quedaron fuera de la ecuación. Keys llegó a mencionar el azúcar, sí, pero pasando por ello de puntillas. En su análisis, no se mantuvieron constantes los datos sobre azúcar, algo crucial en un estudio de regresión. ¿Por qué? ¿Acaso había presiones para evitar señalar el impacto del azúcar en la salud, considerando el auge de la industrialización y el crecimiento de la producción de alimentos procesados en esa época? Pregunto.
Y por si fuera poco, la metodología se basó en encuestas. Sí, encuestas sobre lo que la gente recordaba haber comido. No hace falta ser muy científico para saber que la memoria es frágil, y que eso, a nivel estadístico está cogido con pinzas. Todo un despropósito. Y bien grande. El resultado fue una narrativa potente, sencilla, vendible. El enemigo público número uno se convirtió en la grasa. Las asociaciones de salud más importantes del mundo, como la Asociación Americana del Corazón (AHA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), adoptaron las conclusiones sin cuestionar demasiado. A partir de ahí, el mercado se inundó de productos “bajos en grasa", se sustituyeron las grasas naturales por aceites hidrogenados y se celebró que un producto tuviera “0%” aunque su lista de ingredientes pareciera un experimento de laboratorio.
Y aquí es donde entra la economía con todo su peso. Porque en paralelo a esa demonización de las grasas, se diseñó la famosa pirámide nutricional que todos vimos en el colegio y que a día de hoy, sorprendentemente, sigue siendo la base de muchas recomendaciones oficiales, menús escolares y carreras universitarias. Y no, no fue diseñada pensando en la salud. Fue diseñada para encajar con los intereses de la industria alimentaria.
De hecho, la versión original de la pirámide nutricional no tenía nada que ver con lo que acabamos viendo en los libros de texto. Fue elaborada por la nutricionista Luise Light, quien tras revisar toda la evidencia científica disponible, propuso una guía centrada en alimentos frescos y nutritivos. En su base no estaban los cereales, sino las verduras y hortalizas, de 5-9 raciones. Se incluían también huevos, pescado, carne, frutos secos… y los cereales solo 2-3 raciones al día. Siempre integrales, nada de productos refinados. La grasa suponía el 30% del aporte calórico y se debían limitar los azúcares a menos del 10%. Esta propuesta estaba pensada para prevenir enfermedades como la obesidad, la diabetes o los problemas cardiovasculares. Y lo mejor: se había hecho incluso un cálculo económico para que esa cesta de la compra fuera viable. Pero no interesaba. ¿Por qué? Porque ni el gobierno subvencionaba cultivos de verduras y hortalizas, ni la industria alimentaria sacaba beneficio de ese tipo de productos. Lo que sí subvencionaban —y mucho— eran los cereales, el maíz, el trigo y la soja, materias primas baratas con las que llenar los estantes de productos ultraprocesados, cereales de desayuno, bollería, aceites refinados y snacks de todo tipo. Buscando la adicción en cada bocado. Para que vuelvas a repetir. Para que entres en el bucle. Eso era lo rentable. Y eso era lo que se protegía.
Como consecuencia, la pirámide nutricional original fue modificada por completo: los cereales pasaron a ser la base de la alimentación, recomendando entre 6 y 11 raciones al día sin ningún miramiento. También se eliminó la mención de que no debían ser refinados. Las grasas pasaron a “usar con moderación”, incluyendo el aceite de oliva. Eso sí, los aceites vegetales refinados te los meten con calzador en nueve de cada diez productos que compras en el supermercado, camuflados entre una larga lista de ingredientes que casi nadie se detiene a leer. Se redujo la importancia de las proteínas reales, mientras que los lácteos ganaron protagonismo. Y todo lo que Light advirtió que podía pasar… pasó. Las tasas de obesidad, diabetes, enfermedades metabólicas y cardiovasculares se dispararon a nivel mundial. La industria hacía negocio. Las farmacéuticas también. Nadie pedía explicaciones.
Pero bueno... ¿para qué cuestionarse nada, verdad? Si lo dicen los organismos oficiales de la salud, si lo enseña la universidad, si lo receta el doctor... será que está bien. Será que lo normal es desayunar galletas y cereales mientras tomas una pastilla para el colesterol y otra para la glucosa. A día de hoy, miles de niños salen de casa cada mañana con el estómago lleno de colacao, bollería industrial o cualquier variación moderna de lo que, con suerte, algún día fue comida. Y nadie se alarma. Nadie cuestiona. Total, es lo de siempre. Lo de toda la vida. Pero luego nos echamos las manos a la cabeza cuando un niño debuta con diabetes a los siete años, cuando se pasa todo el invierno enfermo o arrastra durante el curso escolar problemas de concentración o de comportamiento sin que nadie se pregunte de dónde viene todo eso. Sin hablar de los problemas de salud mental, cada vez a edades más tempranas.
Nos preocupa el síntoma, pero no nos atrevemos a mirar la raíz. Y en parte lo entiendo. Porque mirar a veces significa derrumbar todo tu sistema de creencias, con el jaleo que eso conlleva. Porque cuestionar lo que siempre se ha hecho incomoda. Pensar que llevamos media vida equivocados… también. Pero solo desde ahí, desde la incomodidad, puede empezar el cambio.
A mi endocrina:
Esta entrada nace por ti.
Por ese desayuno de galletas que me recomendaste,
y por tu cara de susto cuando te dije cuántos huevos comía.
—La Favorita



