Colesterol sin marketing
- Sandra Verástegui
- 27 nov
- 6 Min. de lectura

Esta entrada iba a ser un homenaje a mi queridísima kombucha, pero la vida ha querido que hubiera un giro de guión. Soy fiel creyente de que las mejores entradas surgen de una conversación real, de dudas que se repiten y de mensajes en los que intuyo que “esto le puede estar pasando a más gente”. Esta nació así. Hace un tiempo me escribió una lectora contándome que ha empezado a comer mejor —más huevos, más carne de verdad, más pescado, más aguacate, caldo de huesos— y que en su última analítica le ha subido un poco el colesterol. Y claro… nos han enseñado a temer ese numerito como si fuese el fin del mundo y necesitásemos estatinas hasta para respirar. Spoiler: no es así. Una vez más, vengo a desmitificar e ir a contracorriente. Me apasiona. No por cabezota, sino porque la fisiología es más lista que cualquier alarma social. Y cuando entiendes cómo funciona el cuerpo, te das cuenta de que, en personas que empiezan a comer comida de verdad, una pequeña subida del colesterol suele ser el equivalente metabólico a reorganizar la casa cuando por fin tienes herramientas nuevas. No es un problema: es un ajuste.
Pero aviso a tripulantes, antes de seguir, debo hacer una aclaración necesaria: si alguien tiene patologías previas, antecedentes familiares importantes o está en tratamiento médico, la interpretación del colesterol debe valorarse de manera individual y con un profesional sanitario. A poder ser: actualizado. Lo que intento con este tipo de entradas es explicar lo que sé de la forma más clara y honesta posible para que entiendas mejor tu cuerpo. Traducir lo complejo a un lenguaje terrenal. Nada más y nada menos. Y dicho esto… vamos a lo interesante: qué es realmente el colesterol y por qué llevamos décadas llamándolo “bueno” y “malo” cuando ninguno de los dos apellidos tiene sentido. El colesterol no es ni el bueno ni el malo de la película. Es simplemente una molécula fundamental. Tan fundamental que sin ella no tendríamos hormonas, ni membranas celulares, ni vitamina D, ni cerebro funcional. Básicamente, no existiríamos. Así de dramático y así de real.
Aquí viene la parte importante: el colesterol no viaja solo por la sangre, porque no se disuelve en agua. Es como intentar mezclar aceite con agua, no se puede. Al ser una molécula grasa, el cuerpo necesita "empaquetarlo" para que pueda moverse por un medio acuoso. Así que necesita “vehículos” que lo transporten a donde hace falta. Esos vehículos se llaman lipoproteínas. Y las lipoproteínas más famosas —sí, esas que ves siempre en las analíticas— son el HDL y el LDL. Y aquí es donde, por alguna razón, alguien decidió ponerles apodos de película: “colesterol bueno” y “colesterol malo”. Y claro, así no hay forma de entender nada. La realidad es mucho más lógica aunque infinitamente más compleja de la explicación que vais a leer a continuación. Voy a tratar de simplificarlo de la mejor manera que pueda por motivos meramente didácticos.
Imaginad que el LDL es un camión de reparto. Sale del hígado cargado de colesterol y triglicéridos y los lleva a los tejidos que los necesitan: órganos, músculos, glándulas… todo. Si tu cuerpo está reparando, fabricando hormonas o reconstruyendo membranas, el hígado manda más camiones. Así de simple. Por otro lado, tenemos otro camión: el HDL. Pero este camión hace el recorrido de vuelta, es decir, recoge lo que sobra y lo lleva otra vez al hígado para reciclarlo. También ayuda a evitar que los camiones LDL se oxiden o se estropeen en la carretera. Ahora bien, ¿dónde está aquí lo bueno y lo malo? Efectivamente, en ningún sitio. Es como llamar “malos” a los camiones de reparto solo porque llevan carga y “buenos” a los vacíos. Absurdo. Los necesitas a los dos para que la ciudad funcione.
Lo que sí puede convertirse en un problema no es el LDL en sí, sino el tipo de LDL que predomina. Porque dentro de ese mismo “camión de reparto” existen dos modelos muy distintos. Por un lado está el LDL patrón A, y este es el camión grande, robusto, resistente. Imagina un tráiler moderno, de esos potentes que salen en las películas americanas. Lleva la carga sin oxidarse, fluye bien por la carretera y no se queda pegado a las paredes de las arterias. Este LDL aparece cuando comes comida de verdad: huevos, carne real, pescado, aguacate, mantequilla, aceite de oliva… Es grande, es esponjoso y es estable. No es aterogénico. No forma placas. No genera líos. Y luego está el LDL patrón B, que es el camión viejo y pequeño, el que se oxida con facilidad, el que se deforma, el que se rompe. Es denso, pegajoso y propenso a quedarse atascado. Este aparece con azúcar, ultraprocesados, aceites vegetales refinados, sedentarismo, estrés crónico, inflamación… Lo oxida todo. Es este LDL, el patrón B, el que realmente aumenta el riesgo cardiovascular. ¿Veis la diferencia? No es que el LDL sea malo: es que no todos los LDL son iguales. Y en las analíticas convencionales no te lo diferencian. Te dan un numerito y tú crees que eso es todo, cuando en realidad lo importante es qué tipo de camiones tienes en circulación. Por eso, cuando empiezas a comer comida real y sube un poco el colesterol, normalmente lo que sucede es que tu cuerpo está moviendo grasas buenas, reparando tejidos, fabricando hormonas y mejorando membranas celulares. Necesita más transporte. Así que saca más camiones. Es fisiología, no peligro.
Otra cosa que mucha gente desconoce —y que desmonta medio marketing nutricional moderno— es que la mayor parte del colesterol lo fabricamos nosotros mismos. Cerca del 80%. Lo produce el hígado de forma estratégica, regulada e inteligente. Da igual si un día comes huevos o no, si tomas aguacate o no: tu hígado ajusta la producción según tus necesidades hormonales, inflamatorias y metabólicas. Por eso hablar del colesterol como si fuese algo que “entra” o “sale” sin más es ridículo. Es una molécula endógena, esencial y muy controlada por el cuerpo. Y lo curioso es que, aun siendo una molécula tan finamente regulada, tan esencial y tan controlada por el propio cuerpo, seguimos tratándolo como si fuese un enemigo. Como si cada pequeña variación fuese una señal de alarma. Se simplifica, se manipula y se convierte en negocio. Llevamos décadas viviendo con la idea de que “colesterol alto" es igual a "peligro inminente”, mientras el sistema sanitario reparte estatinas como si fueran caramelos en una cabalgata. A mí misma, en varias ocasiones, distintos profesionales de la salud me han sugerido tomarlas con solo mirar mis valores. Ni contexto, ni metabolismo, ni estilo de vida, ni inflamación, ni patrón de LDL, ni ciclo, ni nada. Un número ligeramente movido y hala: estatina al canto. Como quien te ofrece un chicle. Y a todo esto, yo sintiéndome mejor que nunca.
Mientras tanto, para sorpresa de absolutamente nadie, la industria hace su magia: productos “para bajar el colesterol”, yogures milagrosos, margarinas de colores chillones, galletas “cardiosaludables” atascadas de azúcar y aceites vegetales... Es casi poético: te venden el miedo y luego te venden el antídoto. Y lo curioso —o lo triste— es que la mayoría de estos productos “funcionan” gracias a un truco bastante simple: llevan esteroles vegetales, unas moléculas que se parecen tanto al colesterol que compiten con él en el intestino y bloquean una pequeña parte de su absorción. Eso hace que en la analítica, el LDL baje un poco… y todos respiramos tranquilos. Pero es una falsa tranquilidad: el hígado compensa fabricando más colesterol, la inflamación sigue igual, el estrés oxidativo sigue igual, la resistencia a la insulina sigue igual y el tipo de LDL tampoco cambia. Es decir: se maquilla un número, pero no se mejora la salud ni el riesgo real. Y aun así, parecen soluciones mágicas simplemente porque bajan un dígito en un papel. Cosas del marketing. Y por el camino hemos creado una sociedad que teme a un huevo, pero no a una galleta “cardiosaludable” llena de azúcar. Que desconfía de la carne real, pero no de una margarina fluorescente que promete proteger el corazón. Que evita aguacates y acepta sin pestañear un yogur —sí, esos que estás pensando que se llaman Dana y se apellidan Col— que prometen "bajar el colesterol” y resulta que están hechos con más marketing que ciencia. Si lo piensas, es casi un chiste… solo que no tiene gracia. Hacen malabares con nuestra salud y no sé ustedes, pero yo no estoy dispuesta.
Por eso insisto siempre en lo mismo: las grasas reales no son el enemigo. El enemigo es la desinformación. El enemigo es convertir un numerito aislado en sentencia. El enemigo es creer que la salud se protege evitando huevos en lugar de evitar estrés, inflamación y ultraprocesados. El colesterol no es un villano: es una herramienta. Una que tu cuerpo fabrica con inteligencia. Una que sabe cuándo usar, cuándo frenar y cuándo aumentar. Hemos puesto el foco en bajarlo a toda costa, en lugar de preguntarnos por qué está ahí, qué está haciendo el cuerpo, qué necesita, qué señales nos está dando. Reducir una cifra sin entender el contexto es como apagar la alarma de incendios sin comprobar de dónde sale el humo. Y bajo mi prisma, la salud no funciona así. La salud no se arregla tachando números, sino entendiendo procesos. Por eso me gusta decir que el colesterol no es un enemigo a combatir, sino un mensajero. Escucharlo, en lugar de temerlo, es el primer paso para recuperar la autonomía y dejar de delegar nuestro bienestar en cifras aisladas que no cuentan ni la mitad de la historia. Aquí es donde empezamos a pensar de verdad. Y a mí, ya sabéis, eso me encanta.
—La Favorita





