Nuestro combustible
- Sandra Verástegui
- 6 nov
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Hay algo que me parece fundamental al hablar de alimentación, dietas o “hábitos saludables”: entender cómo funciona nuestro cuerpo. No desde un lenguaje técnico que nadie entiende, sino desde lo simple, desde lo humano. Porque cuando comprendemos cómo obtenemos energía y qué hacemos con ella, cambia por completo la manera en la que elegimos lo que comemos.
Empecemos por el principio. Nuestro cuerpo utiliza dos combustibles principales: glucosa y ácidos grasos. Ambos generan la energía que necesitamos para vivir, pero se almacenan y usan de manera diferente. Para entenderlo mejor, podemos imaginar al cuerpo como una máquina que tiene dos tanques de almacenamiento de energía, uno para la grasa y otro para la glucosa.
Los ácidos grasos se almacenan en el tejido adiposo, es decir, la grasa corporal. Están distribuidos por todo el cuerpo y son una fuente de energía eficiente que puede almacenarse durante largos periodos sin problema. La glucosa, en cambio, se guarda en forma de glucógeno en el hígado y en los músculos. Es útil, sí, pero limitada. Solo necesitamos una pequeña cantidad en sangre para funcionar bien; el exceso ya empieza a generar lío. Más adelante veremos el por qué.
El cuerpo convierte tanto la glucosa como los ácidos grasos en ATP (adenosín trifosfato), la "moneda energética" que usamos para todas nuestras funciones, desde respirar hasta movernos o pensar. Todo lo que hacemos depende de que nuestras células produzcan suficiente ATP, un proceso que ocurre dentro de las mitocondrias, que son las “baterías” de nuestras células, para entendernos mejor. Nuestro cuerpo gasta alrededor del 60% de la energía diaria solo para mantenernos vivos, generando ATP. ¿Y cómo obtenemos esa energía? Pues bueno, para generar ATP, como hemos visto, el cuerpo utiliza los combustibles que acabamos de nombrar. La glucosa, como bien sabéis, es fácil de obtener de los alimentos ricos en carbohidratos y los ácidos grasos, se obtienen de las grasas que ingerimos o de la grasa que ya tenemos almacenada en nuestro cuerpo.
Ahora bien, cuando comemos carbohidratos, el cuerpo los convierte en glucosa, y esa glucosa puede usarse enseguida o guardarse como glucógeno. ¿Qué pasa cuando nos excedemos? Se convierte en grasa. Y aquí es donde entra en juego la insulina, esa hormona que regula el azúcar en sangre. Pero su función va mucho más allá: es una hormona anabólica, lo que significa que promueve el crecimiento y el almacenamiento. Cada vez que comemos más azúcar del que necesitamos, la insulina se eleva para poner orden, llevando la glucosa a las células y almacenando el exceso. Y así, sin darnos cuenta, el cuerpo guarda. Y guarda. Y guarda. Cuando este ciclo se repite demasiado, aparece la resistencia a la insulina, y con ella, todo el desequilibrio metabólico moderno.
Esto merecería una explicación mucho más extensa y profesional, con sus correspondientes tecnicismos; pero me parece más útil y didáctico explicarlo de la forma más breve y simple que puedo para que nos entendamos mejor. No busco hacer de esto una clase de bioquímica. Mi intención es acercar el conocimiento a quien nunca haya oído hablar de todo esto, para que pueda entender cómo funciona su cuerpo y por qué nos pasan ciertas cosas. Porque cuando comprendemos, aunque sea a grandes rasgos, lo que ocurre dentro, empezamos a cuidarnos desde otro lugar. Dicho todo esto, continúo.
La mayoría de los alimentos que nos rodean hoy no alimentan: estimulan. ¿Qué quiero decir con esto? Pues lo de siempre: están diseñados para hacernos desear más, comer más y depender más. Tal y como quiere la industria alimentaria y por ende, la farmacéutica. Podéis tildarme de conspiranoica, me lo merezco. Pero es una realidad.
Refrescos, galletas, cereales “de desayuno”, panes blancos, zumos industriales… Todos disparan la glucosa a niveles que nuestro cuerpo nunca tuvo que gestionar en la historia de la humanidad. Y lo pagamos caro. No solo porque ese exceso termine convirtiéndose en grasa y nos haya llevado a ser la población más obesa de la historia, sino porque rompe nuestro equilibrio interno, ese orden silencioso que sostiene cada función del cuerpo. Esa sobrecarga constante enciende la inflamación crónica... esa chispa invisible detrás de la mayoría de enfermedades modernas. Satura el hígado, que termina cubierto de grasa sin haber probado ni una gota de alcohol. Apaga el sistema inmune, dejándonos totalmente vulnerables. Y destruye el intestino, esa frontera donde empieza la salud y donde también comienza la enfermedad. Nos hemos acostumbrado a vivir inflamados, cansados y hambrientos, creyendo que es normal tener picos de energía y bajones de ánimo, sin darnos cuenta de que lo que falla no es el cuerpo, sino el combustible. Porque no, no es normal tener hambre o la necesidad de comer cada dos horas aunque nos hayan hecho creer lo contrario. Sobre todo en la cultura fitness, que eso da para otra entrada aparte porque hay demasiada tela que cortar. Un melonazo de los que me gustan.
Mientras tanto, los ácidos grasos, como hemos visto en otras entradas: han sido injustamente demonizados. Pero la realidad es que cuando se utilizan correctamente, son estables, no provocan picos ni inflamación y permiten que el cuerpo funcione de forma más eficiente y sostenible. Para entenderlo mejor, basta con comparar nuestros "depósitos" de energía. El cuerpo solo puede almacenar unos 400-500 gramos de glucógeno entre el hígado y los músculos, lo que equivale en el mejor de los casos, a unas 24 horas de energía. En cambio, incluso una persona delgada puede tener entre 10 y 12 kilos de grasa corporal lista para ser usada como energía. Eso equivale a decenas de miles de gramos de combustible estable, silencioso y siempre disponible si el cuerpo sabe cómo y cuándo usarlo. Eso significa que el cuerpo podría sobrevivir semanas tirando de sus reservas de grasa, mientras que la glucosa se agotaría en un solo día. Además, el cuerpo es tan inteligente que cuando hay un exceso de glucosa, la transforma en grasa. No lo hace por error, ni por hacernos la puñeta: es una estrategia de supervivencia brillante. El problema no es ese mecanismo, el problema es que ya no hay inverno que temer ni escasez que enfrentar, pero seguimos comiendo como si mañana fuéramos a cazar mamuts. Así que sí, durante miles de años la grasa fue nuestro combustible principal. En aquel entonces, lo que hoy llamamos keto, paleo o animal based no eran dietas: era supervivencia. El cuerpo humano se adaptó a funcionar largos periodos sin comida. No existían los ultraprocesados, ni los pasillos llenos de productos "light". Existía la naturaleza, y con ella, el equilibrio.
Solo en la era moderna nos hemos convertido en adictos a la glucosa, adictos al azúcar. Y no hablo solo del que sabe dulce. También de ese azúcar disfrazado de pan, pasta, cereales, harinas, salsas y bebidas "saludables". Porque el cuerpo no distingue si el azúcar viene del azúcar de mesa, de un zumo natural recién exprimido o de una tostada de pan: al final, la molécula es la misma. La glucosa sube, la insulina responde y el ciclo se repite una y otra vez hasta agotar el sistema. Sin embargo, los ácidos grasos que provienen de la dieta o de nuestras reservas, se manejan de manera diferente. Estos no generan los mismos problemas de toxicidad en sangre y pueden ser utilizados durante días como combustible sin causar picos perjudiciales.
Y ojo, la glucosa es necesaria, claro que sí. Por eso el cuerpo, en su infinita sabiduría, es capaz de producirla incluso cuando no la ingerimos. Nadie dice lo contrario. Lo que quiero decir con esto es que no debería ser el centro de nuestra vida metabólica. El problema es que hemos roto ese equilibrio del que hablo, porque vivimos rodeados de azúcares, harinas y productos que no son comida, sino combinaciones de químicos diseñados para manipular nuestras señales de hambre.
Por eso entender esto no es solo un tema de nutrición, es una forma de recuperar el poder sobre nuestro cuerpo. De dejar de comer lo que el sistema quiere que comamos y volver a alimentarnos como lo que somos: seres diseñados para adaptarse según la necesidad, sin snacks cada dos horas, capaces de sostenerse sin un chute de azúcar constante. Porque el cuerpo no necesita un flujo continuo de glucosa para funcionar. Lo que necesita es recordar su flexibilidad, esa sabiduría ancestral que le permitía pasar de la glucosa a la grasa sin colapsar. Eso es la flexibilidad metabólica: el arte de adaptarse, de sobrevivir, de no depender.
Hemos pasado de tener cuerpos resilientes a tener cuerpos dependientes y esclavos de la comida. Y quizá el verdadero camino de vuelta no esté en contar macros, sino en reconectar con esa biología olvidada, la que sabe cuándo guardar, cuándo usar y cuándo simplemente esperar.
Porque el cuerpo recuerda, aunque nosotros lo hayamos olvidado.
—La Favorita




