Nuestro mar interior II
- Sandra Verástegui
- 30 oct
- 5 Min. de lectura

Después de publicar la primera parte sobre la sal, llegaron mensajes, preguntas y reflexiones. Algunos querían saber más, otros me contaban que habían empezado a añadir una pizca de sal al agua hace un tiempo y empezaron a notar cambios —gracias por la idea de añadírsela al agua de coco, una maravilla— otros, simplemente se quedaron pensando. Y eso es precisamente lo que buscaba: que pensáramos.
Pero también entendí que este tema merecía más espacio. Porque la sal no es solo un mineral: es historia, es biología, es vida. Así que esta segunda parte nace para aclarar dudas, ir más al fondo y responder a lo que me habéis preguntado: ¿Cómo lo hacían nuestros ancestros, si no tenían médicos ni agua embotellada? ¿Y qué pasa con los niños, con las embarazadas? ¿Todos necesitamos la misma cantidad? Así que, como siempre, empecemos por el principio:
Antes de que la sal se convirtiera en la villana de los titulares, fue tesoro, moneda y medicina. La historia de la humanidad está literalmente escrita sobre la sal: las rutas comerciales, las guerras, los imperios... todos dependían de ella. De hecho, como muchos sabréis, la palabra "salario" viene de ahí: en el Imperio Romano, los soldados recibían parte de su paga en sal, porque era tan valiosa como el oro. Sin ella, no había forma de conservar los alimentos, ni de mantener la fuerza física en largas jornadas bajo el sol. Los egipcios la usaban para conservar los cuerpos, pero también para curar heridas y hacer eso que tanto me gusta a mí: fermentar alimentos.
En China, la medicina tradicional la empleaba para equilibrar el yin y el yang, fortalecer los riñones y mejorar la digestión. En el mundo árabe y en la medicina unani, la sal se consideraba una sustancia templada y purificadora, necesaria para mantener el humor sanguíneo en equilibrio. Y si nos vamos al otro lado del mundo, los mayas, los griegos y los japoneses también la usaban como símbolo de pureza, protección y salud. En resumidas cuentas, la sal fue durante siglos un elemento sagrado.
El cuerpo sabía lo que necesitaba, y la tierra se lo daba: del mar, de las salinas, de los manantiales. Nadie contaba gramos ni miraba etiquetas; esa sabiduría ancestral innata que poseemos como seres humanos —y que como sigamos así de necios, acabaremos perdiendo— sabía lo que hacía. Nos alimentábamos con lo que tenía sentido. El miedo a la sal llegó mucho después, cuando la industria metió la zarpa: empezó a refinarla y a convertirla en un polvo blanco muerto, desprovisto de minerales. Y como pasa con el azúcar o las harinas, el problema no fue la sal, como bien os dije en la entrada anterior... fue lo que le hicimos a la sal. Pero ¿y nuestros ancestros cómo lo hacían? Fue una de las preguntas que recibí tras la publicación de la semana pasada. Es normal preguntarse eso y me encanta que lo hagáis: primero, eso significa que me leéis y segundo, que cuestionáis lo que leéis. Es el propósito de todo esto y me hace muy feliz.
A veces olvidamos que el cuerpo humano no cambió: lo que cambió fue su entorno. Nuestros antepasados no necesitaban añadir sal al agua porque su vida, su alimentación y su entorno ya se la daban de forma natural. Comían animales criados en libertad, verduras cultivadas en suelos ricos en minerales, bebían agua de manantial y consumían alimentos fermentados. La sal era parte de la vida cotidiana, no un añadido artificial. Servía para preservar los alimentos cuando no existían frigoríficos y de paso, los hacía más digestivos.
Ahí está el ejemplo más nuestro: el jamón. El proceso de curado tradicional consiste en cubrir la carne con sal marina y dejar que el tiempo haga su trabajo. Esa sal no solo evita que se estropee, sino que concentra los nutrientes, realza el sabor y mantiene el alimento vivo durante meses sin necesidad de químicos. No existía el agua destilada, ni las dietas "sin sal", porque la tierra misma aportaba lo que el cuerpo necesitaba. La carne, los huesos, la sangre, el pescado seco, las algas, el marisco, las aceitunas o los fermentos eran fuentes naturales de minerales. Y el sudor era parte del día a día: el trabajo físico constante hacía que el cuerpo pidiera reponer lo que perdía. En ese contexto, la sal era vida, no exceso. Con la llegada de la industrialización todo cambió: dejamos los campos, el sudor, el movimiento y empezamos a vivir sentados, comiendo ultraprocesados y bebiendo agua sin minerales. El resultado fue un cuerpo desmineralizado, inflamado y desorientado. Y entonces, como casi siempre, se culpó al mensajero: la sal. La diferencia está en el tipo y el contexto. Nuestros antepasados no tomaban la sal refinada de hoy, sino una sal viva, sin aditivos, rica en oligoelementos.
Otra de las grandes preguntas que me hicisteis fue: "¿Y los niños? Si está prohibido darles sal". La respuesta está, como siempre, en la naturaleza. Empecemos con la leche materna.
La leche humana contiene sodio, potasio, calcio, cloro y magnesio (entre otras maravillas). En los primeros días, el calostro aporta alrededor de 40mg de sodio por cada 100ml, y en la leche madura ronda entre 10-20mg/100ml, adaptándose al crecimiento y a las necesidades del bebé. Ahora bien, esa proporción no es casualidad: reproduce el equilibrio exacto que el bebé necesita para desarrollar su sistema nervioso, regular la hidratación de sus células y mantener el ritmo del corazón. El sodio es esencial desde el primer día de vida; sin él, el cerebro no puede transmitir impulsos eléctricos ni mantener la presión interna de las células. Si aún no has leído mi entrada anterior, te invito a hacerlo para entender mejor de lo que hablo.
Así que, usando el sentido común... ¿de verdad creemos que el cuerpo humano diseñó la leche materna con un "error de fábrica"? La leche ya trae su propia dosis de sal natural, perfectamente medida y en armonía con los demás minerales. Cuando los bebés pasan a la alimentación complementaria obtienen sodio de los alimentos frescos: verduras, carne, pescado, huevos, caldos, incluso del agua si es mineral. No necesitan añadir sal extra porque su cuerpo aún es pequeño y sus riñones están aprendiendo a regular ese equilibrio. Su proporción no es la misma que la de un adulto: sus necesidades son más delicadas, pero no inexistentes. El cuerpo de un niño sigue el mismo principio que el nuestro —mantener el equilibrio entre agua y minerales—, solo que en una escala diferente, adaptada a su tamaño y madurez. Por eso, cuando escucho el miedo a que un niño tome una pizca de sal marina en una comida casera, me sorprende que no nos inquiete con la misma fuerza verlos atiborrarse de productos ultraprocesados, llenos de sodio refinado, azúcar, aditivos y sin rastro de minerales reales. Una realidad tristemente demasiado normalizada a día de hoy.
¿Y durante el embarazo? Déjame contarte que el sodio es esencial para formar el líquido amniótico, regular el volumen de sangre materna y mantener el intercambio de nutrientes entre la madre y el bebé. Durante esos meses, el cuerpo de la mujer aumenta su cantidad de plasma entre un 40% y un 50%. Esa expansión tampoco es un fallo de la naturaleza: es una adaptación perfecta que permite nutrir y oxigenar al bebé. La medicina tradicional —tanto la china como la unani— ya lo sabía: durante el embarazo, la sangre se “expande” y los líquidos se redistribuyen, por lo que mantener la proporción hidroelectrolítica es clave. Como siempre digo ni exceso ni carencia: equilibrio. Y si lo pensamos con calma, tiene todo el sentido del mundo: el bebé se forma dentro de un océano salino, el líquido amniótico... ¿no te parece increíble?
Sentía que esta segunda parte tenía que escribirse. La primera se quedó corta para todo lo que este tema merece. No quería dejarlo en medias verdades. Porque la sal no solo es un sabor, es una memoria. La memoria del mar del que venimos, del cuerpo que sabe, del instinto que todavía intenta hablarnos en medio del ruido.
No me creas, investiga. Mantente curioso.
—La Favorita





